Los poemas sobre el amor deben ser breves.

Ese día, cerré los ojos y medité en la fragante niebla del templo, y de repente escuché el mantra que recitaste.

En enero de ese año, agité todos los tubos de oración, no para salvación, sino para tocar las yemas de los dedos.

Ese año, me incliné y subí por el camino de la montaña, no para verte, sino para estar cerca de tu calor.

Viajé a través de montañas y ríos hasta pagodas, no para cultivar la otra vida, sino para encontrarte contigo en el camino.

En ese momento, levanté mi caballo, no para suplicar felicidad, sino para esperar tu llegada.

Ese día se construyó la pila de Mani, no para cultivar la virtud, sino para arrojar piedras al lago de tu corazón.

Escuché canto en sánscrito esa noche, no para iluminarme, sino para encontrar mi propio aliento.

En ese momento, me convertí en inmortal, no para vida eterna, sino para tu paz y felicidad.

Ese día, ese mes, ese año, esa vida...

Esa noche, lo olvidé todo, abandoné mi fe y abandoné la reencarnación.

Solo porque la rosa que una vez lloró frente al Buda hace tiempo que perdió su antigua gloria.